Al caer el sol de ese domingo de invierno sombrío, adverso y duro, El Califa se dirigió hacia los arrabales de la ciudad, al edificio de la prisión de Benalúa. Era una estructura de piedra y muros altos, en cuyos extremos despuntaban las garitas de los boqueras. Conocía bien aquello, no en vano estuvo varios brejes cuando lo tangaron por bajarse al moro. Un monstruo cuadrado con cuatro inmensos ojos.
Junto a la puerta principal de la fachada pudo leer la inscripción: “Centro penitenciario de detención de hombres. Penal de Benalúa”. Pasó de largo recapacitando porqué nunca se había fijado en ese jodido cartel. Le hubiera ahorrado algún disgusto.
A las seis de la tarde ya había tomado posición en el lugar fijado, en la calle Los Doscientos. Estaba a mitad de vista entre las dos garitas y el lugar, para ciertos trapicheos, era inmejorable. El Califa llevaba una revista bajo el brazo y anduvo paseando junto a la acera del gran muro simulando esperar el paso de algún peseto. De repente, una pelota de tenis cayó, como por azar, al ladito justo de su canilla izquierda. El Califa era flaco y ajado como los picoletos de Chafarinas, pero lo suyo era debido al jaco, que lo tenía abrigado entre sueños y amarguras. El Cucharilla había sido puntual. Se inclinó a recogerla y, aún de cuclillas, levantó la cabeza y revisó las dos garitas de los extremos del muro. Nadie pareció haber notado nada, excepto un chiquillo rubio rizado que, desde el séptimo piso del edificio de enfrente, miraba a través de los barrotes de su balcón. Rápidamente se levantó, sacó del bolsillo de la chupa otra pelota similar y la arrojó en un segundo al interior del patio del talego.
Entonces se alejó del lugar. Tuvo que cogerse su voluntad con las manos por el interior de los bolsillos del vaquero para evitar emprender una carrera alocada que lo delataría. La sangre parecía desbordarle las venas; las pulsaciones martilleaban sus cañerías como cuando le bacilaba un pico de caballo. Había cumplido con El Cucharilla. En la pelota de tenis le enviaba veinte papelinas de caballo, treinta gramos de hachís mal pesado, y cinco tiros de farlopa cortada.
El Cucharilla tendría para ganarse la vida durante un tiempo. Era el precio a pagar por los amigos y la protección en el talego. Desde el balcón, el niño rubio rizado lo vio alejarse hasta perderse por el final de la calle rumbo a ninguna parte.