miércoles, 25 de mayo de 2011

París, la Ville Lumière.

Llevaba algunas semanas sin aparecer por este foso. Las noches se deslizaron rápido y con cada luna amanecía tiritando un nuevo sol. Perdí el concepto del tiempo y del espacio. Quizá sea eso un signo de mala memoria. O de conciencia limpia, según se mire. El caso es que he estado intentado disfrutar de mi locura a cada minuto, no más. Es lo bueno que tiene vivir en las nubes.
Aproveché la discreción y un receso en mi trabajo para besarle la boca a una ciudad que nunca duerme. Una ciudad que sueña, que brilla, que fuma, que solfea y capitula hasta quedarse ronca. Una villa en la que, con tinta, con armas y con sangre, germinó una revolución nada pacífica, -impaciente, casi excitada- salivada por un pueblo que quería ser boca y dejar de ser bocado. Los dueños del hambre tiritaron por una brisa que prometía hacer volar sus fortunas. Aquello ocurrió hace muchos años y salió bien. O casi. De aquellos lodos salieron otros fangos pero esa es otra película. No sé si existe el cielo que pretenden los piadosos, pero para mi alma impía aquello podía ser el cielo prometido aquel al que van las chicas buenas. Hace años, en una velada, un viejo socio me apuntó que había un mundo mejor, pero que era carísimo. No sé si pensó en París, la verdad. Aquello pasó una madrugada golfa donde estuvo recordándome, a cada segundo y con un jotabe en la mano, que había dejado la bebida. Lo malo era que no recordaba dónde.
Hace días que desperté del sueño y regresé a la rutina. Resbalé de las nubes tan rápido como había subido. Mi confusión volvió a estar clarísima. Y en eso estoy, revolviendo mis recuerdos. Es una ciudad de cine. La ciudad de la luz. Como apunté, ese cielo donde van las chicas buenas. Ahora, -desde la distancia y apreciando lo vivido-, quizá me quede con esos otros lugares donde van las chicas malas. Donde se fuma y los hombres beben sol y sombra.
Share

No hay comentarios:

Publicar un comentario