sábado, 25 de diciembre de 2010

Ná es eterno

“que desgraciao es mi sino
que nadie me da calor
dondequiera que me arrimo”

Conocí al Camarón en el Tablao de Torres Bermejas en Madrid. A dos minutos de la plaza Mayor, esquina Gran Vía. Yo venía de algunas relaciones tormentosas y quise coger aire en aquel Madrid de finales de los setenta. Nos entendimos rápido. A él le interesaba mi historia y a mí la suya. Era un tipo silencioso, enigmático, introvertido y llano, áspero y a la vez, próximo. Iracundamente benigno y sentimental.
Por aquel entonces se sentía culpable de ser libre, y cantaba con el sabor dulce del arrope metido en la garganta. Lo conocí, como dije, una noche en aquel tablao y a partir de ahí nos hicimos inseparables. Nos ligamos de por vida. Sus conocidos nunca me miraron bien. Aún tengo presente la mirada ejecutora y fija de Paco de Lucia cuando nos presentó José. Yo nunca quise entrar al trapo. Después, cuando el espacio quedaba mudo jugábamos a ser perpetuos. Lo acompañé infinidad de ocasiones por su barrio nativo allá en San Fernando. Ese barrio de las callejuelas donde se mantenía vivo. Donde olía a jondo, muy jondo y donde se palpaba ese vicioso hedor de la derrota. Le cogía del brazo cariñosamente cuando paseábamos por la calle Real a esas horas desoladas del alba, cuando las gaviotas asomaban en el horizonte.
Ahora que ya no está me acuerdo mucho de él. Ese aroma a noche y a misterio. Sus pelos largos, sus pantalones de campana, y la grifa. Mucha grifa. Recuerdo esa luna taleguera y creciente tatuada a fuego en el pellejo de su mano, justo al lado de la estrella de David, el cigarrillo vivo entre sus labios y su poblada barba agitanada. Su voz arañaba la dulzura. Su abatido quejío traspasó las esencias de su pueblo. Yo lo vi. Yo estuve allí. Desde aquella noche en el tablao fuimos las dos partes de un todo.
Permitidme que me presente. Me llamo Candy Brown Sugar. Jaco, para los amigos.
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