viernes, 22 de abril de 2011

El infierno de Timanfaya

Me siento al pairo y sigo contando el paso del tiempo. Esta vez, -como casi siempre-, con palabras usurpadas al recuerdo de algunos libros y distintos viajes. Se mire por donde se mire, el paso del tiempo es lo único que perdura. Cuando no hay vuelta atrás, el ser humano se convierte en esclavo de las cosas. Y del hechizo venéreo de la naturaleza. Hace ya algunos días lo vimos en Japón. Lo que persigo contar vino a suceder mucho antes de que existieran las nucleares, en una de las regiones mas desoladas de la tierra.
Aquello sobrevino el primer día de Septiembre de 1730 en Lanzarote. Esa bella islita de las Canarias situada encima del paso de casi todas las líneas magnéticas. La bola del mundo está cruzada por un conglomerado de ejes o líneas magnéticas que a veces armonizan en un mismo punto provocando extrañas sorpresas e influyendo sobre hombres y animales. Los antiguos creían mucho en eso, pero llegó el cristianismo y puso a la inquisición a trabajar para hacer olvidar esas profanas teorías. Por maléficas y supersticiosas. Cosas de brujas, ya se sabe. Irlanda también tiene muchas. Y la India. Y Birmania, e incluso Japón. Pero en ningún agreste lugar hay tantas como en Lanzarote. Caprichos de la naturaleza. Ese día, las blancas aldeas del suroeste del arrecife se vieron sorprendidas por la más fanática e injusta erupción volcánica de la que se tenga recuerdo. Aquel estallido de bravura duró seis años, sepultó varios pueblos y cubrió con un manto de lava y escoria la cuarta parte de la isla. Treinta nuevos volcanes se sumaron a los trescientos ya existentes y fue tanta la energía y el ardor desprendido que, aún hoy en algunas zonas, basta con profundizar unos centímetros en la tierra para tropezar de inmediato con temperaturas que superan cómodamente los 400ºC.  Aquello fue una batalla de años entre los ríos de lava ardiente que escupían los volcanes y el indomable mar de barlovento que ordenó para siempre, una costa dolida y tortuosa, temible y apocalíptica a la que nadie, en muchos años, osó aproximarse.
Hay veces que no hay vuelta atrás. Hay veces que la naturaleza toma vida propia, y el ser humano se convierte en esclavo de su entorno. Y siente miedo y sorpresa. Y  amenaza y desaliento. Y miran al cielo con el susto del que se sabe en un mar bravo. Y escuchan la tierra con el pánico que esconden los ojos delante de un cuchillo.
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