martes, 11 de enero de 2011

Quijotes anónimos.


En esta historia no hay héroes artificiales ni chismes imaginarios. Los lugares llevan sus propios nombres y se corresponden a la realidad. Todo aconteció tal y como se relata. A los protagonistas no los nombro. Esa gente valiente y brava tiene derecho a olvidar.
Estuve once años allí. Todo empezó una oscura madrugada de luna nueva en Matanzas. Acostumbraban siempre a hacerlo por la noche. No éramos capaces de asimilar. El eco brutal de la patada en la puerta generó en mi confusión e incertidumbre. Luego todo se desarrolló muy rápido. Un fogonazo de linterna cegador y unas palabras: “No necesita nada. Allí le darán de comer”. Nunca olvidaré la fecha, lo juro. Ese 7 de Diciembre del 61 quedará grabado en mi memoria a sangre y fuego. Fui trasladado a San Severino y acusado de sabotaje por quemar unos campos de caña inexistentes. No pudieron demostrar nada. Aún así me sentenciaron a treinta años recién cumplidos los quince. Me llevaron a golpes y empujones al Estadium de Camagüey donde me esperaban unos doscientos muchachos más. El comandante Casillas nos dijo que habíamos llegado a la UMAP de donde solo saldríamos vivos si cumplíamos las órdenes de los oficiales al pie de la letra. Con razón o sin ella. El régimen de trabajo forzado empezaba a las cinco de la mañana y terminaba al oscurecer. Después, una clase política obligatoria y a las nueve, silencio. Al día siguiente, vuelta otra vez a la rueda. Nos despertaban golpeándonos con sables o cortando directamente las cuerdas de la hamaca. El sentimiento general de inocencia generaba una parálisis cerebral continua. Éramos tratados como esclavos y los castigos físicos y psicológicos eran continuos. Vi con mis propios ojos atar a hombres desnudos con alambre de púas que permanecían días enteros sin agua ni comida. De cuando en cuando, nos introducían en pozos dragados por nosotros y los llenaban de agua hasta que nos llegaba al cuello. Así permanecíamos cuatro días. En alguna ocasión fui arrastrado desnudo trincado al puente de la silla del caballo del oficial al mando. De mis labios resecos nunca se escapó un solo gemido. Nunca me dejé adoctrinar. No quise darles ese placer. En ocasiones, nos mutilábamos y nos cortábamos los tendones para poder salir a algún hospital y descansar de aquel infierno. Jamás pude escapar. Cuando aquello acabó me tiré al mar con unas gomas de tractor en busca del exilio. Me recogieron a veintinueve millas de Key West, en Florida. Era un día gris y aciago de Octubre del 72. Para mí en cambio fue un día luminoso y sobresaliente. Raro. Excepcional
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