sábado, 12 de febrero de 2011

El último día de Don Marcelino.


Don Marcelino ya había renunciado a todo. A sus ochenta años, ya se sentía demasiado viejo para cualquier cosa y se había preparado para el final. Después de cincuenta años levantándose puntual como un reloj suizo, hoy el despertador le había jugado una mala pasada. Precisamente hoy. – “Puto día” es la primera frase que siempre articulaba al despertar. Meses atrás, había olvidado comprar la pila que llevaban esos aparatos cuando lo encontró en un contenedor de basura. Esta noche, con el apagón generalizado, el despertador no cumplió su función.

Don Marcelino se levantó dolorido y adormecido. Quizá fuera la edad o las nulas ganas de vivir. Se sentía sólo. Como sólo se había sentido a lo largo de su jodida existencia. Se calzó las alpargatas y aún con el pijama puesto, fue camino del baño a echarse un poco de agua en su arrugada quijotera. Después, fue levitando hasta la cocina y tomó un vaso de agua fría acompañado de una aspirina. Pensó en todo. Sus ochenta años le pasaron por la cabeza en un instante. Entendió que, si hubiera escrito un diario, hubiera sido el diario más aburrido de la historia. Un conglomerado de rutinas triviales y frías. Un muestrario de sinsentidos y un galán de noche. Ése, que había plantado hace muchísimos años frente a la puerta de su casa, y que saludaba con un “buenos días golfo” cada vez que, ya con cualquier excusa, abandonaba su inmueble para salir a la calle.

Se preparó un café solo. A sorbitos fue acabando con él y cuando sintió la borra del café al fondo de la taza se quedó un rato inerte. Ahora no pensaba. Porque las cosas que se piensan son como los caminos por donde se pasa: si no has estado, es que no has ido. Sólo dormitaba en pie porque Don Marcelino era el menos soñador de los mortales. Volvió en si cuando escuchó el golpeteo de un martillo neumático en el exterior. Las obras. Las putas obras de canalización lo habían vuelto loco. Ya no recordaba el tiempo que le acompañaba ese tormento. Se había vuelto incluso familiar y sin él, le costaba conciliar el sueño. El día que el concejal de urbanismo le comentó que serían solo unos días él lo creyó. ¡Ay!, los políticos. Después, los días se sucedieron unos a otros, con suavidad y con calma. Habían pasado años, calculó.

Don Marcelino se encendió un cigarro. Era el único vicio que mantenía en su vida. Nunca fue mujeriego ni borracho y el paseo diario al estanco en busca de su cajetilla de Ducados le mantenía en forma. Salía de casa, saludaba como cada día al galán de noche, cruzaba el puente romano que le separaba del pueblo, y entraba al estanco a comprar su muerte. “El tabaco mata. Lentamente”, - le apuntaba la dependienta que a pesar de su trabajo militaba en una extraña liga antitabaco. “Y la soledad también. Incluso antes.” apostillaba Don Marcelino con severidad. Y así, cada día.

Miró el reloj de pulsera y entró de nuevo en la habitación para ponerse el traje. Nunca salía de casa sin su traje. Costumbres de cuando era joven que nunca quiso perder. Se calzó los zapatos y se acomodó la apelmazada boina. Cerró la puerta de su casa tras de si y echo un vistazo al cielo. Hacía tiempo que los días se le escurrían entre los dedos como si no apretase bien; como si tuviera flojo el esfínter por donde se le escapa el tiempo. Había llegado el momento deseado sin cumplir ninguno de sus sueños. “Un sueño cumplido es un deseo muerto”, pensó. Comenzó a andar con paso firme camino del estanco, saludó al galán y respiro tranquilo. Hoy era el día. Al llegar al puente romano, no lo pensó siquiera un segundo. Se encaramó como pudo en la baranda de piedra y saltó. “Puto mundo”, escuchó una pareja de la guardia civil aparcada a un cientos de metros. Después, casi al instante, un sonoro golpe que se oyó en todo el pueblo.

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