sábado, 19 de marzo de 2011

Doble vida.


Justo Ordoñez devolvió la toga y la ley al viejo armario de su despacho en el palacio de justicia donde currelaba. Sus sesenta años le hacían mirar ya de reojo hacia una bien merecida jubilación. Los vientos del recuerdo traían a sus pies remolinos de dudas, escrúpulos y desconfianzas. Eran muchos años ya. Muchos almanaques arrancados presidiendo la sala sexta de la Audiencia Provincial de Pontevedra.
Candó la puerta de su despacho y a buen paso se evadió por las escaleras del tribunal rumbo a la calle. Era ya noche cerrada y en el mismo pórtico del edificio,  el juez íntegro, religioso y severo, despidió a su chófer hasta el día siguiente. “No te necesito ya por hoy, Fermín. Mañana a la misma hora.”. Encendió un cigarrillo y espero hasta ver desaparecer el coche oficial travesía abajo. Echó una mirada al cielo y supuso que la lluvia no tardaría en hacer acto de presencia. Torció la esquina y avivó el ritmo. El viento aullaba como una manada de lobos y la noche se prometía golfa.
Los neones de “La Platanera” brillaban impenitentes y mortales al fondo del angosto callejón paralelo a la audiencia. Ambas estancias estaban separadas apenas doscientos metros en línea recta y, sin embargo, aparentaba ser otra Pontevedra. Otro barrio. Otra soledad. Empujó la puerta que daba acceso al lugar y se adentró al infierno habitado por los demonios de la carne. Entre el humo y la oscuridad vio aparecer a la Chelo, -con el inconfundible ruido de sus tacones-, como un leona famélica dispuesta a brincar sobre los despojos del próximo cliente. Se acomodó en la barra y pidió un Chivas con hielo. De un trago se lo trincó y volvió a pedir otro. Hacia muchísimos años que se había despeñado a plomo en aquel fango de esa otra ciudad canalla. Durante el día moraba en lo fundado, en lo cierto, en lo razonable. A la noche se refugiaba en su realidad. Apuró el segundo trago y se levantó directo al baño. Apenas le quedaba para dos rayas. Picó con la Visa Oro la farlopa encima de la taza del wáter y la esnifó. Entre el Chivas y la cocaína le volvieron los recuerdos del pasado. Siempre era así. Resonaron en la distancia, -no supo muy bien porqué-, las palabras de su padre también juez. “Nosotros; nuestra familia pequeño Justo, es gallega. Y los gallegos son de mil lugares”. Y era cierto, pensó. Mitad árabes, mitad fenicios, castellanos, indios, y hasta negros filosofó mientras se miraba el rabo al mear. Con la risa del desvarío calló en la cuenta. Su mujer le había llamado a mediodía. No debía llegar tarde; tenían visita. Cena de matrimonios. Con  la sangre ardiendo, y la harina en la nariz pagó las copas y pidió un taxi.
En aquella ciudad prohibida, Don Justo Ordoñez, hacía tiempo que le ponía una vela a Dios y otrá al demonio. Llevaba una doble vida.

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